25 Sept 2010

La Princesa Urbana


Cuando mi amiga Sabine me dijo que se iba a vivir a Costa Rica, solo pude decir: ¿en qué te ayudo? Lo que siguió fueron dos semanas de trámites y de ir de un lado al otro de nuestra gran ciudad.
Lo recuerdo todo, pero lo que con más cariño tengo en la memoria es el día en que llevé a mi amiga a Candelaria de los Patos en metro. La mujer jamás había entrado a una estación del metro y mucho menos se había subido a uno. Yo en cambio estoy más que familiarizada con el transporte urbano. Con toda naturalidad compré los boletos. Recuerdo perfectamente su cara cuando le di el suyo.
--Y yo qué hago con esto?
Tomé el boleto de nuevo y lo metí en la ranura mientras ella pasaba por el torniquete. Llegamos al andén y ella tenía en el rostro nervios y emoción: su primer viaje en metro. No era la primera vez en un tren suburbano, claro que había viajado en metro en otras grandes ciudades del mundo, pero el metro de la ciudad de México le era completamente desconocido.
-- Está súper bien. Mejor que cualquier otro metro del mundo.
Al llegar a Candelaria, nos enfrentamos con una realidad completamente distinta a la burbuja que había sido nuestra vida de cuarenta años de protección en las zonas “nice” del gran monstruo metropolitano. La basura, la miseria, la violencia, todo estaba escrito en la cara de las personas que nos veían como seres ajenos, ciertamente, ajenas a esa cruda forma de vivir.
Después de ese primer viaje en el que lo más seguro del trayecto era el vagón que nos regresó a nuestro mundo y a la ciudad que conocemos bien, ya no había lugar al que Sabine no tratara de llegar por metro si no teníamos auto en el cual movernos; incluso el Metrobus fresa era aburrido lento e insuficiente para ella.
-- Es que amo el metro
Frase que jamás hubiera pensado que oiría de boca de Sabine. Yo no lo amo, será que la costumbre, la obligación de usarlo diario durante casi tres años y lo doloroso del motivo le quitaron el encanto que tenía para mí cuando yo tenía veinte.
Todas las tardes regresábamos agotadas, pero estaba el plan del día siguiente, y del siguiente después de ese, y  la posibilidad de volver a usar el metro, pero ya sin miedo ni nervios, sino con la confianza que da el haber vivido la experiencia y disfrutado el nuevo conocimiento del “yo puedo” y el “no me voy a romper”.
Lo que anteriormente era inimaginable se convirtió en natural en un espacio de días. ¿Llevar a sus hijas en metro? Hace unos meses no era una posibilidad para mi amiga que ahora se recargaba en el tubo del vagón como si lo hubiera hecho miles de veces.
Finalmente el día en que mi amiga debía partir a Costa Rica llegó y con esperanza, alegría, melancolía y tristeza fui a despedirla al aeropuerto. Al verla ir, después de mil abrazos y despedidas agridulces, vi que la amiga que se fue era distinta a la que ayudé con su boleto de metro.
La que se fue era más completa e independiente, estaba segura de su rumbo y entusiasta en su nueva vida.
Y yo me quedo con la entera satisfacción de haber sido el Virgilio de Sabine, la que la acompañó por el laberinto de trámites, a través de la ciudad, yendo con ella a los lugares más lúgubres y a los más pacíficos, de la colonia del Valle a Tlatelolco, pasando por Reforma, Huixquilucan, Toluca y Coyoacán; y soy yo la que fue testigo de su transformación de una niña bien, viviendo dentro de su burbuja de comodidad, a un ser humano completo e independiente, con la fortaleza interior que los años habían ocultado tras la imagen de debilidad que debía vender al mejor postor. Fui yo la que presenció su regreso a lo que siempre debió haber sido, una verdadera princesa urbana.

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